Discúlpame que me tome la libertad de llamarte así, pero es que, salvando las distancias, es más lo que nos une que lo que nos separa. Además, desconozco cual es tu nombre. Cuando mi abuelo te tomó la foto, allá por los 50, yo aún era muy pequeño, y la imagen que durante años ha estado ante mi no me lo ha proporcionado. Aún. Ojala algún día pueda ponerte nombre y apellidos.
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El negro pozo donde trabajabas sí lo conozco bien. Es, sin duda alguna, el pozo nº 3 de la mina La Camocha. Cerrada ya, por cierto. La mina se extingue lentamente, devorada por la insensatez y los intereses de quienes jamás mancharon sus manos de carbón. Agoniza sin un suspiro, sin un lamento.
Debiste ser hombre de cierta importancia en la explotación. Capataz o vigilante, a juzgar por la lámpara de seguridad que llevas y la cinta métrica que esconde el bolsillo de tu ajada chaquetilla. Pero no es tu categoría laboral lo que me impresiona. Es tu mirada lo que me estremece.
Ojos tristes, sorprendidos, hundidos en sus cuencas, delatando tu fatiga, tu sufrimiento, pero no obstante, vivos y negros como el mineral que arrancas. Ojos que intentan establecer diálogo con la cámara, queriendo compartir la existencia. El rostro, demacrado, propio de un tiempo de penalidades, de escasez, incluso de hambre. Hombros descolgados de cansancio, que no de derrota. Duro trabajo, compañero, los dos lo sabemos bien. Luchando contra el derrabe, contra el traicionero y siempre callado grisú, fuego maldito. Vigilando los costeros aplastantes. Mampostas crujientes. Trabancas que ceden. Ramplas imposibles. Peleando por sobrevivir, por olvidar las noches de frío y hambruna, con ese orgullo que solo los mineros tienen. Altivez y hombría. Con tu inseparable lámpara, aún encendida, único sol de aquella tiniebla. Lugar donde la única amapola que florece es la sangre del minero.
No sé tu nombre, compañero, pero si alguna vez nos cruzamos en alguna galería de la mina eterna, házmelo saber. Y permíteme, ya de paso, que te de un fraternal abrazo.
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