Pocas personas conozco capaces de emocionarse, o incluso excitarse (en el más noble sentido de la palabra) ante un castillete. Una de ellas es Gonzalo García, exdirector de la revista Bocamina, y la otra, quien esto suscribe. Aquellos que nos conocen pueden corroborarlo. Los escritos de Gonzalo en la extinta revista así lo confirman, y los que he venido publicando en MTI sirven también como afirmación de ese sentimiento, tan extraño como inexplicable. En la UCI del Hospital Central de Oviedo podrían contarles la historia de cómo un loco, en pleno infarto agudo de miocardio fue capaz de subir hasta el remoto pozo balanza de San Fernando, perdido en los montes de Asturias, solo para fotografiarlo. Y volver a bajar, feliz, con el mismo IAM, lo que también tiene su guasa. Si hay alguna persona más capaz de albergar en su alma tales sensaciones, que me disculpe por no mencionarla y bienvenida sea al club de los poetas muertos.
Digo esto para que no quede duda alguna acerca de la pasión que siento por estas estructuras mineras, a las que he defendido a muerte desde nuestro blog, denunciando cuantas tropelías se han cometido con ellas. Pero no, personalmente no me voy a apuntar a ninguna iniciativa para su protección real, tal como sugiere de muy buena fe el querido amigo Fabre. Y no porque piense, evidentemente, que “mis” castilletes no lo merezcan, sino porque la vida te enseña que algunas guerras están perdidas ya antes de comenzar. Tratar, en estos tiempos que corren, de salvar a nuestros amados castilletes sería como lavarle la cabeza a un burro: se perdería el tiempo y el jabón.
Cuando los ayuntamientos, diputaciones, consejerías, comunidades autónomas, sociedades que dicen defender nuestro patrimonio y otro tipo de asociaciones u organismos relacionados con el tema se muestran indiferentes, cuando no contrarios, a que estos elementos sean protegidos del modo que merecen, promoviendo actuaciones que aseguren su conservación, nada podremos hacer.
Mientras las leyes no sean modificadas, con agilidad y rapidez, adecuándolas a este tipo de delitos, para impedir el expolio que se está cometiendo en España, no solamente a nivel patrimonial minero, sino también en el ámbito ciudadano, industrial, agrícola o sobre infraestructuras públicas, y el castigo a los que atentan contra ellas sea escaso, por no decir nulo, nada podremos hacer.
Cuando los escasos éxitos policiales -bastante tienen los hombres de verde con lo que tienen- se tropiezan con una legislación permisiva, obsoleta e ineficaz, nada podemos hacer. Las carcajadas de los que debían estar encausados y en prisión resuenan con su cruel eco por esas minas de Dios. Digo bien, de Dios, porque los hombres no parecen tener interés alguno en el asunto, como si la cosa no fuese con ellos. Seguramente deben tener cosas más importantes en las que ocuparse. De la prima de riesgo, quizá.
Y mientras que los chorizos, nacionales o de importación, sigan haciendo lo que les venga en gana, muchas veces incluso apoyados por los propietarios de los terrenos dónde se ubican los castilletes, quitándose estos últimos gracias a los chatarreros de conveniencia un auténtico forúnculo en el culo, nada podremos hacer. Todos a mirar hacia otro lado, y aquí paz y allá gloria, no vaya a ser que nos monten un Centro de Interpretación y se jodan las monterías de ciervos y jabalíes.
Pues ante semejantes evidencias, uno cree que hace lo que únicamente puede hacer por ellos, e utilizando la herramienta que mejor domina, que es la fotografía, se convierte en ocasional notario y da fe de su existencia, de su porte, de su esbeltez o de su abandono, desde la íntima creencia que siempre será mucho más efectiva y perdurable esta acción que la estéril plática en desierto. Se que nada ni nadie los podrá salvar de un soplete inmisericorde, de un desguace implacable o del óxido voraz, pero al menos, y mientras alguien, al contemplar esas imágenes los recuerde, no habrán muerto del todo.
Desgraciadamente, sigo pensando que los castilletes de nuestro país son como las almorranas: hay que padecerlos en silencio. Y no por cobardía, sino por pura coherencia y sensatez. Aunque doler, duelen lo suyo.
José Manuel Sanchis